Tenía pendiente desde el año pasado hablar de la caída de
telón que es para las Crónicas Vampíricas la novela de Anne Rice, Lestat y Los
Reinos de la Atlántida. Si el título ya es chocante la historia lo es bastante
más.
El estilo de Anne Rice sigue inalterable. Lento, elegante,
con una atención a los detalles casi obsesiva que no nos permite olvidarnos del
lujo y el oropel, o la más vil miseria en el que viven los no muertos.
La anterior entrega, El Príncipe Lestat, ya rompió todos mis
esquemas al cambiar toda la jerarquía de poder que existía entre la estirpe de la
noche, con Lestat y los Reinos de la Atlántida, ya no solo el universo
vampírico parece darse la vuelta, la propia naturaleza de los vampiros, su
misma existencia, se convierte en, por así decir, poco más que una mera trágica
casualidad.
Anne Rice parece necesitar cerrar el círculo, dar una
explicación de por qué existe Lestat, por qué existe Louis de Pointe Du Lac o
por qué existió Claudia. ¿Qué anima a los vampiros? ¿Qué les da su poder
sobrenatural, su inmortalidad, sus debilidades o su sed de sangre?
Y la respuesta está muy lejos de Dios o del Diablo. Lejos de
la magia o de maldiciones antiguas. La respuesta se cuela en la mente de Lestat
y de los vampiros más poderosos en forma de altos edificios de cristal en medio
del mar. Es desde ese lugar mítico desde donde llegan, tras años de espera bajo
el hielo, unos extraños visitantes que intentan recuperar a un hermano perdido. Criaturas sorprendentes que eliminarán todo velo de misterio a la pregunta que
todo vampiro se hace: “¿Qué nos mueve a todos?” “¿Por qué vivimos estando muertos?”
No es mi favorito de la saga, y no es el final que esperaba,
pero toda saga debe tener un final, o al menos ese gran arco argumental, por
todo lo alto, y puestos a imaginar, no hay límites.
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